14 febrero 2012

¿Por qué lloran las gaviotas?


                                                              

Como consecuencia de haber pasado mi juventud en la Bella Easo, -mi querida Donostia-, de haberme encariñado con sus encantos, bañado innumerables veces en sus tres playas y vivido en el Antiguo (mi barrio) cerca de su playa, contemplando con cierta asiduidad  desde Ondarreta, sus amaneceres y crepúsculos vespertinos; ya desde muy jovencito, siempre he tenido una debilidad: El mar. Cualquier mar: el de olas gigantes y de enérgica bravura o el mar silencioso y calmado que anima a la reflexión en un atardecer otoñal, contemplando la serenidad de sus tranquilas aguas, o viendo los veleros en verano a la caída del sol, cómo se van acercando a puerto (digamos con sus turistas u ocupantes circunstanciales) para finalizar la jornada estival en tierra. Ese  mar tranquilo y sereno que me pasaría la vida contemplando; ese maravilloso espejo natural en el que me gusta mirarme cada vez que tengo la oportunidad a mi alcance. Ese mar,  que fue compañero, vecino y amigo de mi juventud y ejerce un poder magnético sobre mí,  que me atrae, como atrae una hermosa mujer a la mayoría de los hombres, sin que puedan hacer nada para evitarlo. ¡Qué culpa tienen ellos, de que la naturaleza tenga ese comportamiento! Pues, con el mar, me ocurre lo mismo; no puedo evitar, que al mirarlo, su presencia me arrastre a su proximidad para contemplarlo y me amarre con su presencia para serenar mi espíritu..
El viernes de la semana pasada, me acerqué hasta Cabrera de Mar, y ante este Mediterráneo no tan bravo como el Cantábrico de mi juventud; como de costumbre, después del correspondiente largo paseo descalzo por la orilla, unas veces caminando despacio, otras corriendo y hundiendo los pies en la arena o chapoteando por su agua mientras –a pesar del frío-, notaba sus suaves caricias; ya un poco fatigado, y como tengo por costumbre hacer para descansar un poco después de esta actividad, me senté en una roca plana, de las que abundan en la zona de playa que me encontraba y, en la que  había algunos excrementos, abundaban las lapas y  los cangrejos que por allí pululaban, se  escabullían ante mi presencia, además, de  para sosegar el cansancio producido por el esfuerzo físico realizado corriendo por la playa, hice unos cuantos ejercicios de respiración profunda y prolongada, y logré relajarme. Me puse los calcetines y bambas para no resfriarme durante el tiempo que permaneciera en la lastra, y eché un vistazo general en el entorno para ver el panorama que tenía ante mí. El cielo estaba casi limpio como consecuencia del viento habido con anterioridad, pero que en ese momento estaba  en calma.
 Oteaba el horizonte, que, en el crepúsculo, le acompañaban unas sinuosas nubes atravesadas por los rayos del sol cual alborada vespertina reflejando etéreas tonalidades ígneas en el poniente, que ofrecían un inimitable y espectacular cuadro pictórico que sólo puede pintar la naturaleza con su sencillez inigualable, y, a modo de vitamina, tonificaba la retina de mis ojos. Tan gratificante espectáculo me hubiera gustado poderlo llevar a mi casa para contemplarlo a cada momento. ¡Qué egoísta por mi parte, verdad !Contemplativo y regocijándome ante la hermosura del mar y el repetitivo e incansable romper de sus olas, observaba como los últimos pequeños veleros que aun no se habían recogido, enfilaban camino hacia el puerto; los pescadores de caña, acompañados de sus respectivas radios portátiles ya empezaban a emplazarse con sus aperos, sus sillas y una gran dosis de afición al deporte del anzuelo digna de encomio, porque en una tarde fría y noche gélida como la que les esperaba, hay que tener mucha afición y la moral muy alta, para aguantar estoicamente en esas condiciones, el crujir del invierno más frío desde hace bastantes años, en una noche de febrero que te corta la respiración, para, con mucha suerte, poder conseguir unas cuantas pequeñas piezas de pescado; veía una pareja de enamorados pasear por la orilla sin acercarse mucho al agua, jugueteando y, de cuando en cuando, a modo de caricia, lanzándose alguna piedrecilla uno al otro, luego, corretear un poco, y para zafarse del fresco que acompañaba a la tarde, lanzarse al suelo revolcándose en la arena y retozar gozando de su juventud.
Un grupo de gaviotas un tanto alborotadas que competían con su graznido elevando el tono de voz cual tenor en la opera, revoloteaban inquietas mientras se disputaban la posición más propicia para apoderarse de una parte del botín que les esperaba en el desagüe del colector ubicado en la playa, cerca del lugar que me encontraba. Y, tras una prolongada disputa por el manjar que acompañaba al banquete que tenían ante sí, una vez saciado el apetito, decidieron atemperarse y relajarse un poco, a penas graznaban y su descanso,  fue silenciando relativamente el ambiente.
Poco a poco, empezó dispersándose el grupo y repartiéndose en grupúsculos que se iban posando en distintas rocas, algunas un tanto alejadas del colector, otras, cercanas al lugar donde yo me encontraba ubicado en ese momento.
La proximidad al escenario donde actuaban algunas de las gaviotas me permitía percatarme bastante bien de su actitud y sus movimientos, pues, como permanecía inmóvil, mi presencia, ni alteraba, ni modificaba su comportamiento, ni el de otras dos parejas que abandonaron el revoloteo para posarse en una roca aún más cercana a mí, que una vez aposentadas, y después de revolotear y sacudirse las alas dando algunos saltos encima de la roca, abriendo con energía sus picos, extendiendo con violencia y agresividad sus alas en tono desafiante y graznando con vehemencia; por fin, se calmaron, y su sosiego me permitió comprobar como una de las gaviotas más cercanas a mí, empezó a llorar. Sí, a llorar; las gaviotas también lloran, (no me fijé si lo hacían las demás) derramaba abundantes lágrimas. Me causó extrañeza ese comportamiento. En un principio pensé que sería agua que le descendía de la cabeza acumulada en el plumaje al introducirla en el mar, o que, -ironías de la vida-, quizá, había sido la vencida en la disputa y lloraba con amargura su mala suerte; pero no, enseguida acudió a mi mente el recuerdo de algunas de las abundantes explicaciones que nos daba sobre estas aves y otros temas relacionados con el mar, Koldo, el padre de mi amigo Juan Pedro, -que, al leer esto, estoy seguro que  desde el cielo estará sonriendo- cuando alguna vez le acompañábamos en sus tareas nocturnas en el arte de la pesca, que, como excelente  pescador y viejo lobo de mar, tenía en su haber grandes conocimientos de todo aquello que tuviera alguna relación con la pesca marina, a la que con su estimado barco viejo, tantos años fue su fiel e inseparable compañero de fatigas.Entre otras muchas cosas, nos dijo que las gaviotas lloraban. Sí, sí, que lloran y abundantemente. Aquello, a nosotros nos parecía fantasía. Si no hubiese sido por la enorme confianza que nos merecía y la sapiencia que acumulaba, nos hubiera parecido una chirigota, una broma de las suyas; pero no, era cierto. Las gaviotas lloran; lloran para eliminar la sal de su organismo, de toda el agua que han bebido en el mar-océano con una gran cantidad de sal que si no la eliminan, a la larga sería letal. ¡Ojalá, pudiéramos hacer lo mismo los humanos! y poder beber agua marina al natural sin perjudicar nuestra salud.Las gaviotas, como el resto de los animales, y humanos necesitan beber agua para poder subsistir, pero las gaviotas no siempre tienen agua dulce a su disposición cuando están en el océano, (excepto en algunos lugares de las costas ) y cuando la necesitan, beben del mar; y sin embargo, consiguen sobrevivir a la ingesta de este elemento con tanta concentración iónica gracias a que poseen una glándula llamada de la sal. Esta glándula, siempre en las gaviotas se ubica en la parte superior de cada ojo, y empieza a funcionar cuando el ave se alimenta de algún animal o bebe agua salina; es entonces cuando empieza a llorar lágrimas lechosas, blancas, como consecuencia de la abundante cantidad de sal que contienen. De esta forma, elimina el exceso de sal acumulado y elaborado en su organismo, que luego es eliminado por esa original estructura anatómica particular que le permite subsistir a ese inconveniente.Según nos explicaba el padre de Juan Pedro, cada una de esas glándulas, segrega una cantidad de sal marina -dejándola escurrir por el pico- mayor que la que puede eliminar un riñón en el resto de los animales. ¡Qué maravilla de naturaleza! Y, ¡Qué lástima que no podamos hacerlo también nosotros...!
Seguía recordando alguno de los muchos y sabios consejos de Koldo sobre el mar y las peripecias que había pasado en sus múltiples noches de pesca para ganarse el sustento de su familia. ¡Gran pescador y hombre excepcional como pocos, el padre de mi amigo....! Mientras, la tarde languidecía, y a pesar de que al comienzo de este mes de febrero, ya se están alargando un poco los días, la noche se avecinaba y se me antojaba gélida; la humedad ya comenzaba a hacer notar su presencia en mi ropa y la notaba en la piel, si bien, todavía no tenía frío, pero se acercaba la hora de regresar a casa; me esperaba una media hora de camino de vuelta. La luna menguante, empezaba a sonreír. Antes de partir, me descalcé y me quité los calcetines, me volví a dar una carrera corta por la arena para entrar un poco en calor y desentumecerme, salí de la playa, y después de sacudirme la arena de los pies y calzarme de nuevo, arranqué mi coche y con un poco de nostalgia le dije hasta luego a ese amigo mío que es el mar, agradeciéndole su reconfortante colaboración al permitirme llenar mis pulmones de un aire menos contaminado y regalarme una buena dosis de yodo que ayudará un poquito a mantener en mejores condiciones mi salud; pues, es bien conocido, que, el yodo es un oligoelemento, un mineral que necesitamos los humanos en cantidades muy pequeñas pero imprescindibles. Para nuestra alimentación son necesarios ciento cincuenta microgramos diarios para la producción de hormonas tiroides.
El yodo que el agua del mar nos ofrece con tanta generosidad y abundancia de forma gratuita, es un elemento químico-esencial que estimula el buen funcionamiento del sistema nervioso y mantiene nuestro metabolismo en equilibrio, y, dado que el importe a pagar por este medicamento está prácticamente al alcance de la mayoría: ¿Por qué no aprovecharse de él cuando la ocasión es propicia? Como cuando llegué a mi casa ya estaba entrada la noche, salí con mi perra Rhan casi una hora, para que hiciera el ejercicio de la noche corrteando por el campo, y al regreso, antes de cenar, me pasé por la ducha como de costumbre, olvidándomee del consejo de Koldo que nos decía: que, después de haber estado en el mar o en la playa durante un determinado tiempo, es desaconsejable ducharse hasta que no hayan transcurrido unas cuantas horas, (mejor un día o más) para aprovechar mejor todas las propiedades vitamínicas que tiene el yodo que hemos tomado del entorno del mar. No sé si será cierto, pero yo, por si acaso, siempre lo he hecho; dejo que el yodo descanse en mi piel un tiempo prudencial antes de  ducharme como me aconsejó él, pues para mi, era un sabio y un ejemplo a seguir. Y, como el precio es el mismo...., pues, del viejo el consejo, como dice el refranero. Luis.

5 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...

Como se ve que te gusta el mar, o la mar, es curioso lo de las gaviotas nunca lo había oido pero seguro que es cierto si beben agua salada que forma más curiosa de echar la sal, en cuanto el yodo que tiene el agua salada que razón tienia el padre de tu amigo Juan Pedro. Yo no soy mucho de ir a la playa, pero reconozco que cuando
voy un par de meses a la playa antes de ir al pueblo, el invierno lo paso mejor. Saludos Cari.

Anónimo dijo...

Observando la naturaleza, tanto los animales como las plantas, aprendemos mucho, siempre en beneficio nuestro. Y pensar que hay zoquetes que les importa un bledo que se destruya este paraíso nuestro con el fin de que ellos vivan un poco mejor (¿).Solo el ser humano hace daño a sabiendas por lo que se puede entender aquellas personas que buscan su felicidad lejos de la chusma y en torno a la naturaleza ya sea el mar, la nieve, las gaviotas o lo que sea. Por eso a mí, este ameno relato,además de aprender cosas, me transmite la paz que conlleva la descripción del entorno y sus protagonistas. Un saludo. Félix.

Manuel dijo...

Toda una lección propia de los documentales de la 2, o más aún, del Nacional Geographic. Se nota, Luis, que por donde pasas, allí donde te encuentres, vives y disfrutas a tope. Como debe ser.
Qué curioso el llanto de las gaviotas. En cierto modo son unas mini desalinizadoras (jejeje).
A los de tierra adentro, cuando vemos por primera vez el mar nos deja huella, nos marca; es una gran sensación que nos acompañará ya de por vida, y por eso el deseo de volver a su encuentro una y otra vez cuando es posible para sentir esas sensaciones físicas, anímicas, relajantes que su cercanía proporciona.
¿Dónde, en la actualidad, contactas con el mar, Luis? ¿En Barcelona, hacia abajo, Castelldefels, Sitges, o al norte, Masnou, Premiá,..?
-Manolo-

Anónimo dijo...

Mi ignorancia impidió que conociera esas propiedades del yodo marino. En cambio sí sé que el mar tiene un hechizo atrapador, al menos conmigo.
Tenemos aquí, en Tarragona, una carretera que bordea las playas y cada vez que paso por ella mi ánimo lo agradece y no dejo que pasen muchos días sin avistar aquella vasta planicie con los barcos cargueros esperando para entrar en el puerto.
Es cierto que cuando tienes contacto frecuente con su presencia llega un momento que se hace casi necesario.
Por otra parte, aprovecho este comentario para decirle al amigo Manolo que con tu "fichaje" ha subido un peldaño más el nivel de calidad.
Me gusta como escribes. Hay en este rincón mucho nivel, el Lagarto me sorprende cada vez que deja un texto. Felix no se queda atrás y los comentarios de los visitantes van por el mismo camino.
No me extraña que haya gente remisa a dejar unas líneas, aunque yo les animo porque lo importante es expresarse sin tapujos porque este rincón es el marco ideal para comunicar pareceres e inquietudes entre todos-as. Un abrazo. Salva