
Yo, que pasé la infancia y la
etapa de la enseñanza primaria en el lugar donde nací, y que todos los
compueblanos sabéis bien que en La zarza, las niñas siempre tuvieron más suerte
que los niños en cuanto a la enseñanza primaria, porque a ellas no les faltó
nunca la maestra para su instrucción, mientras que a nosotros -los niños-,
hasta que no le concedieron la plaza fija a Don Fabián, tuvimos varios cursos
en los que estábamos medio huérfanos, cuando no huérfanos del todo, de un
maestro que nos formara en la enseñanza primaria, que, era fundamental para el
futuro de cualquier persona a esa edad.
Los que sois mayores, más o menos
de mi edad, conocéis bien la carencia que tuvimos que pasar -más bien sufrir-
por la falta de maestro una buena parte del tiempo y, la no mucha ilusión que
ponían algunos de los interinos cuando llegaban al pueblo y se percataban del
panorama que había allí; algunos de ellos, ni siquiera terminaban un curso
completo; con lo ello suponía para los niños de mi época el tener que estar una
larga etapa sin profesor por la mala administración y falta de responsabilidad de la autoridad competente.
A algunos de nosotros, no a todos -a los monaguillos- nos
daba clase gratuitamente el sacerdote de entonces, Don Leopoldo, (por lo cual,
yo personalmente, siempre le estaré agradecido) que se percató del daño que eso
nos causaría en el futuro al no poder recibir la enseñanza mínima necesaria e
imprescindible a esa edad, que es
precisamente, cuando más y mejor se asimilan las cosas que se aprenden. Y, si
he de ser sincero, Don Leopoldo puso gran interés en que aprendiéramos y nos
enseñó todo cuanto pudo, que no pudo ser todo lo que llevábamos de
retraso, pero sí lo suficiente como
para no quedarnos en la cola. No sé qué opinarán el resto de colegas que íbamos
a la casa parroquial con el sacerdote, pero mi opinión como he dicho es muy positiva.
Independientemente de la carencia a intervalos de
enseñantes, guardo muchos y muy gratos recuerdos de esa escuela, “de los
grandes”, y de esa etapa de mi vida como niño travieso que era. Sin duda,
de los más traviesos y movidos de mi tiempo.
Lo cierto es que, carecíamos no solo de maestro durante
algunas etapas -o temporadas-, sino que, el material didáctico de que
disponíamos, también era más bien escaso, casi inexistente, pues, para poder
estudiar, cada uno de los niños debíamos comprar nuestra propia enciclopedia
-yo, aun conservo las dos mías- en la que aprendíamos de todo: geografía,
historia sagrada, aritmética, geometría, gramática, etc, etc, era una especie
de bazar en la que había un poco de cada cosa.
Con frecuencia me he recordado de la pizarra -quizá por lo
mucho que la he usado- que estaba ubicada en la parte derecha del aula -vista
de frente- que estaba en tanganillas montada sobre un trípode que no tenía
estabilidad ninguna, y que, cada vez que el
maestro -o algún alumno- escribía en ella -sobre todo cuando lo hacíamos alguno de los
niños por mandato del maestro-, se movía y había que sujetarla, con una mano
agarrando el trípode de madera y escribiendo con la otra, para que no se fuera
deslizando poco a poco y llegara hasta la pared frontal en la que estaban
colgados los cuadros con las fotografías de Franco y José Antonio Primo de
Rivera, además del crucifijo.
A lo largo de mi vida, me he acordado muchas veces de la
tinta que usábamos en el colegio que la “fabricaba” el maestro. Recuerdo como
si fuera hoy, cómo la hacía: en una botella cuadrada de vidrio grueso, con cuello largo y ancho
que terminaba en forma de seta y un grueso tapón de corcho mugriento para taponarla, echaba algo más de las tres
cuartas partes de agua y unos polvos negros, la agitaba, la dejaba reposar un
tiempo y, lista para ser utilizada; luego, echaba una poquita en cada tintero
de los que se alojaban en un agujero hecho en el pupitre de gruesa y vetusta
madera -uno para cada dos niños- en el que mojábamos la pluma cada vez que
teníamos que escribir al dictado o copiar algo de algún libro que el maestro
nos encomendaba algunas veces.
Recuerdo bien aquellos tinteros tan originales -lástima
que hayan desaparecido-, eran como un vaso delgado con forma troncocónica con
un asiento en la parte superior para que no se colaran para abajo, en los que
en más de una ocasión habíamos encontrado alguna mosca durmiendo el sueño eterno.
Algunos de los niños éramos algo taviesillos, -por decirlo
de una manera suave- y hacíamos las correspondientes travesuras de la edad; yo,
reconozco que era uno de los más aficionados a hacer trastadas, sobre todo
cuando no estaba el maestro porque había salido a alguna cosa.
En una ocasión me tocó cargar con el mochuelo sin motivo
y, el maestro me responsabilizó de romper el termómetro que se hallaba encima
del asiento lateral que yo ocupaba;
hecho ocurrido una mañana que yo no había asistido a clase, pero el
maestro lo vio por la tarde precisamente cuando yo estaba allí, justo debajo de donde se
colgaba el termómetro -seguramente más de uno se acordará de este detalle-
monté una bronca y me salí de la clase, no sin antes enfrentarme a Don Fabián y
armar la marimorena; pues no tenía ni idea de quién lo había roto, ni me había
enterado del hecho hasta que Don Fabián empezó a repartir galletas y a
estirarnos de las patillas . Con el paso de los años, ya después de salir del
colegio -bastantes años después- me enteré de quién fue el autor de dicha
fechoría, cuando ya no tenía importancia.
En el armario que
había en la pared lateral izquierda, casi al final, cerca de la mesa del
maestro donde se guardaban todas las cosas de la clase (el material didáctico)
me ha resultado agradable recordar una caja de madera , plana y ancha,
en la que se guardaba un juego de figuras geométricas: cuadrado, pirámide,
triángulo, etc. que el maestro las sacaba para impartir la clase de geometría y a mi me resultaba atractiva y me gustaba tocar las figuras,
así como el libro -había unos cuantos- del Quijote que, puestos en pie y
formando un semi circulo, íbamos leyendo rotativamente todos los niños hasta
casi aprenderlo de memoria, que, cuando tenías las manos un poco sudorosas, se
te pegaban los dedos a las pastas de lo mugrientas que estaban, y que visto ahora en la
lejanía, supongo que tenían más años que el pasodoble. Debo confesar que a
pesar de ello, lo he vuelto a leer un par de veces más siendo ya más mayor, la última no hace mucho tiempo; pues,
siempre lo he considerado una de las mejores -o la mejor- novelas de la
historia conocida. Por algo en países como Rusia, es obligada su lectura en la
enseñanza primaria.
Seguramente la mayoría de los niños de entonces, recordarán
la regla plana que usaban los maestros y el uso que le daban, así como la
destreza que tenían en su manejo; la misma habilidad que tenía Don Fabián para
estirarnos de las patillas cuando le parecía, para castigar cualquier
indisciplina; aunque, en algunos casos lo hacía sin ese motivo. ¿Os acordáis?
¿Os acordáis de las peripecias que armábamos con las tizas y las veces que
aparecían dentro de un tintero para empapar toda la tinta que había dentro?
Sería largo enumerar todas las diabluras que hacíamos en la
escuela, sobre todo, aquellos que éramos los más movidos de la clase, como era
mi caso. En otra ocasión recordaremos alguna anécdota más de las vividas en
nuestra querida infancia en ese bendito pueblo del que tantos recuerdos guardo
almacenados en lo más hondo de mi ser.
Cuanto me gustaría que algún otro paisano -niño de aquella
época- se decidiera a exponer a través de la web, sus vivencias y travesuras de
aquella etapa de nuestras vidas, porque, contándolas varios y con distintas formas de expresión, sería más ameno y
divertido el recuerdo de nuestra niñez.