Con motivo del comentario que
hace en su blog, en esta web, Isabel Martín (la tamborilera), relacionado con una conversación matutina
mantenida con sus padres a la hora del desayuno a la euzkalduna de un día
cualquiera, en la que su madre le cita la palabra “encalcar”, me surgió la idea
de relacionarla con la cosecha de las mieses, en la que, dicha palabra, además,
de familiar en la época de mi infancia en mi pueblo natal, La Zarza de
Pumareda, era de uso común entre los cosecheros.
En aquel entonces, cuando las máquinas cosechadoras
actuales apenas eran conocidas por aquellos lares, hasta que un reducido grupo
de compueblanos, digamos adinerados, formaron una especie de sociedad
comanditaria para ese menester y compraron una que, dicho sea de paso, causó
cierto regocijo y admiración entre bastantes paisanos, la cosecha era manual
desde tiempos inmemoriales, tanto la siega, el acarreo, la trilla, la limpia y
demás menesteres, todo se hacía a base del esfuerzo humano y pasando las mil y
una penurias para conseguirlo; aunque ahora no nos resulte fácil de entenderlo
a algunos alejados de esa actividad.
Si la siega era dura,
durísima, y el acarreo no se quedaba a
la zaga, la trilla tampoco era moco de pavo, como no lo era, la manipulación de
la paja una vez trillada la mies en la era hasta dejarla a buen recaudo en la
pajera o pajar como se guste llamar, dependiendo del tamaño del local donde se
guarde.
Para aquellos que tengan una edad
cercana a la mía que conocen bien estos
menesteres, no les resultará nada extraño este tema; pero, para los que no
tuvieron que pasar por esas vicisitudes porque pertenecen a posteriores
generaciones en las que ya encontraron allanado el camino en ese campo, quizás,
les parezca del Jurásico todo lo relacionado con las faenas agrícolas de
aquellos tiempos que fueron tan felices para mi, en las que, el esfuerzo y
sacrificio humano eran el factor fundamental para lograr la recolección de las
cosechas en el periodo que dicha actividad requería, salir adelante y llevar a
tiempo el pan a las paneras sin perder la cosecha que tanto suponía para la
supervivencia de los sacrificados
agricultores de entonces.
Por razones que no vienen a
colación en este caso, yo no fui uno de esos niños del pueblo a los que cada
año, desde muy, muy corta edad, les tocó participar en el esfuerzo que requería
esa dura faena de la cosecha; pero sí que ocasionalmente hice de trillique, me
tocó limpiar, acarrear encalcar la paja, etc.; esto último en varias ocasiones,
y reconozco que fue una experiencia muy positiva que me ha venido muy bien a lo
largo de mi vida la práctica de esa actividad, porque, sinceramente, esa
experiencia única a esa edad, me ha permitido conocer y disfrutar personalmente
de ella; pues, de mayor, no me hubiera sido posible realizarla, y, créanme,
merece la pena haberla vivido.
A lo largo de mi existencia ha acudido a mi mente el recuerdo (los
recuerdos), de los momentos vividos junto a otros chavales de mi edad
encalcando la paja en aquellos carros provistos de unos estarujos que sujetaban
las redes para que cupiese una mayor cantidad de paja, a las que nos
agarrábamos con las dos manos para no hundirnos (aunque algunas veces nos
íbamos para abajo sin querer, y otras de cachondeo como cosa lógica) y apretar
con todas nuestras fuerzas para presionar la paja lo máximo que podíamos y nos
poníamos hechos unos auténticos cromos que, casi no nos reconocíamos los unos a
los otros cuando asomábamos la cabeza por arriba y lo único que no había
cambiado de color eran nuestros ojos llorosos por el efecto del polvo de la
paja que había hecho su labor.
Seguramente, habrá algunos a los
que ahora les resultará eso una chorrada, una memez o una simpleza que no viene
a cuento y que personalmente me parece bien y muy respetable esa opinión; pero
para mí, ha sido y lo sigue siendo, un memorable y grato recuerdo que me
congratula y del que me siento orgulloso por haber vivido tan original
experiencia a pesar de lo duro de la tarea y de que a esa edad solo se piensa
en jugar a lo que sea con lo que sea.
Quisiera resaltar el gran
esfuerzo realizado por la persona que manejaba la bielda o, brienda para echar
la paja al carro, generalmente un hombre cubierto de ropa de pies a cabeza y
provisto de pañuelo al cuello y cabeza, además, de sombrero de paja para que no
se le metieran las pajas y el polvo entre los cabellos, y por debajo de la ropa
y en los ojos con lo ingrato que eso resultaba.
El manejo de esa herramienta,
además de cierta habilidad y destreza, requiere de una considerable forma
física, dado el esfuerzo que ello requiere (esfuerzo y consumo de energía);
pero a cambio de las penurias que pasaba, se le compensaba al sufrido bieldador
o briendador con una fuerte musculatura tanto en brazos, piernas, abdomen
(tableta de chocolate) y pectorales, dándole una forma más o menos escultural a
su cuerpo al que lo ejerce, sin necesidad de pasar por tanto gimnasio; sólo con
practicar con la bielda ininterrumpidamente un par o tres de semanas este
deporte rural que no tiene tal reconocimiento oficial ni olímpico, pero sí es
de reconocida eficacia, es suficiente para que le envidien los “llamados
deportista” -aunque no mola tanto-, como es el caso de los “Adonis” que moldean
su figura en los gimnasios a base de práctica rutinaria y algunos “otros
productos” para fardar delante de los amigos, además, de pretender con ello la
admiración y la seducción del “sexo fuerte” que ha dominado y domina el mundo y con solo una leve sonrisa
consigue todo lo conseguible de los llamados machos ibéricos que siempre se han
considerado el verdadero sexo fuerte (ya les gustaría), por eso de que, “dicen
que tienen un par...(dejémoslo ahí)
bien puestos, pero que, no son más que unos pobrecillos que sucumben ante la
más insignificante insinuación de cualquier mujer que le haga un gesto de
simpatía o una tierna mirada que los
desarbola en menos que canta un gallo, convirtiéndose en unos peleles en sus
manos, a los que ellas manejan cual marionetas en el escenario de la realidad y
son dominados sin necesidad de imponerse a ellos ni esforzarse en conseguir lo
que les plazca de tan inmaduros personajillos que piensan con el colgante.
Negar esta evidencia, sería, no
sólo una aberración (que lo es), si no, una auténtica estupidez digna de un
iluso y descerebrado machista redomado e irredento con menos seso que un
mosquito, que lo único que tiene es la fachada recién pintada. Así de sencillo.
El actual modernismo ha
desplazado a la bielda, el bieldo, el arado, el trillo, la hoz y demás aperos
agrícolas del pasado y los ha enviado al ostracismo; más bien, los ha
convertido en objeto de especulación; sí, digo especulación, porque, tanto el
trillo (la trilla), como otros artilugios del campo, son motivo de compra-venta
por parte de algunos especuladores que han sido avispados y han aprovechado el momento
para comprar a un precio tirado, y vender con un gran beneficio sin ningún
esfuerzo por su parte, aprovechándose de la ingenuidad y desconocimiento del
vendedor que ignoraba el verdadero valor de la mercancía.
Entrar en éste tema sería
embarcarnos en una aventura que ahora no es el momento; sólo quería citarlo de
paso para que quede constancia de mi
desacuerdo, toda vez que, van a parar a manos de unos (no siempre honrados)
¿anticuarios? que saben sacarle el jugo con facilidad y maestría.
No obstante, como todo lo antiguo
que no se sabe valorar por su dueño, siempre va a parar a las manos del más
astuto, o se pierde por desdén o
desconocimiento de su auténtico significado.
3 comentarios:
Saludos
-Manolo-
Aunque soy un poco más joven que tú, (sólo un poco). También viví todas esas tareas. Recuerdo perfectamente lo duro que era apretar la paja con lo pies descalzos, que, en ocasiones fallabas la pisada y tus dedos se estampaban contra las cuerdas. Escupías mocos casi macizos, a pesar de estar cubierto como un bandolero. También me viene a la mente el sabor a gasoil del tractor que mediante poleas hacía funcionar la trilladora que, como cobraba por horas, era necesario arrimar los haces a toda pastilla. Siempre acudía la familia y los amigos para que no le faltaran haces en la rampa, donde un golpe certero de la hoz deshacía la atadura y aquella máquina tragaba como un monstruo cuantos haces le echábamos.
Si se daba el caso de que nos sorprendía la noche, se apuraba con las luces del tractor y luego nos quedábamos a dormir en la era a dormir (sólo recuerdo haberlo hecho una vez), pero para un niño era bonito dormir mirando las estrellas.
En definitiva, amigo Luis, coincido contigo en que eran tareas duras pero las recuerdo como bonitas y aún hoy día me sirve de acicate cuando el cuerpo intenta holgazanear. Un abrazo. Salva.
A partir de "encalcar" veo que has dado un repaso general;a las tareas,a los aperos,a los que se hacen con ellos para especular.Recuerdo cuando llegaban los traperos,chatarreros y otros buscavidas que ofrecían utensilios de cocina,sobre todo platos nuevos ,muy bonitos a cambio de los antiguos:"Señora,le doy cinco nuevos por uno viejo",y claro, el reclamo era tentador y se llevaba el viejo, verdaderas joyas.
Lo de encalcar me tocó también,y debo reconocer que es la tarea más insufrible que recuerde haber hecho.El polvo de la paja se transformaba en una pasta con el sudor, Salva y tú lo describís perfectamente. Pero tras el esfuerzo en la era estaba en el horizonte San Lorenzo ,y ese día ya no se acordaba uno de lo sufrido unos días antes. La infancia tiene ese poder mágico.Un abrazo. Félix.
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