De los muchos y gratos recuerdos que guardo del lugar donde nací, La zarza de Pumareda, almaceno en mi memoria un incontable número de ellos, del tiempo que estuve durante mi infancia en lo más alto del Teso de la silla; lugar en el que pasé muchos, pero muchos buenos ratos recorriendo todo su entorno palmo a palmo hasta el Candeneo y bajando por el teso hasta las eras que hay (o había) en La Vega pasando por el pilar de Fuentelejos, y cuidando la viña que en aquel tiempo tenía allí mi abuela María Agustina. El número de veces que recorrí el camino que media entre la casa de mi abuela y la viña se cuenta por cientos.
Sentado encima de lo más alto de la caseta de piedra que estaba en la parte superior de la finca, prácticamente en la cima del teso, he pasado cientos de horas vigilando la viña desde arriba y contemplando las etéreas tonalidades ígneas de los atardeceres zarceños, así como el relampaguear de las tormentas secas que, en el crepúsculo vespertino no eran infrecuentes en la zona del poniente.
Desde esa extraordinaria atalaya, y, en todo lo que desde allí abarca la vista, he tenido la suerte de admirar miles de veces la importante parte que desde ese lugar se percibe de los Arribes del Duero y la vecina Lusitania, así como los pueblos limítrofes que desde ese lugar se divisan, tanto de España como de Portugal; también el veloz vuelo de algunas aves cruzando raudo el entorno, la presencia de aguiluchos, buitres y demás carroñeros que en aquel entonces pululaban esa zona en la que no era infrecuente que algún animal muerto y abandonado le sirviera de rico alimento.
En cierta ocasión, tuve la oportunidad –yo diría que única en la vida- de presenciar cómo un considerable número de buitres y otros carroñeros daban buena cuenta de un animal muerto –no recuerdo en éste momento si era una vaca o una caballería-, que se hallaba aproximadamente a unos 200-300 metros al otro lado de la carretera yendo hacia Masueco a la derecha, detrás de una pared de piedra que circundaba la finca donde yacía el animal, y que, al percatarme de su presencia desde lo alto del mirador-caseta, en la que estaba subido como de costumbre, bajé a toda prisa sin ningún temor ni miedo y me oculté al otro lado de la pared pegada la nariz a la misma, para poder ver en primera fila (pero, protegido por la tapia) el espectáculo que tenía ante mis ojos, donde los buitres descuartizaban el cadáver y se peleaban por ser los primeros de la fila para arrancar el preciado alimento para subsistir, mientras yo observaba atónito tan espectacular espectáculo que me dejó una profunda e indeleble huella que me ha permanecido intacta con el paso de los años, y, de la que me habré acordado miles de veces como si hubiera sucedido ayer.
Si no recuerdo mal, tenía entonces 12-13 años y no he conseguido olvidar la tensa piel de gallina que se me puso en aquel momento contemplando la feroz lucha y agresividad entre los carroñeros para imponer su presencia, así como la voracidad con la que actuaban y poder conseguir la mejor “tajada” al mismo tiempo que los más débiles se iban quedando atrás observando y esperando a que los victoriosos llenaran el buche para, a continuación, poder ellos disfrutar del festín con lo que quedara. Esto, fue algo que me marcó un hito en mi vida, pues, es un suceso que no ocurre con frecuencia; aunque, el canguelis (canguelo) que se siente en esos momentos te deja medio paralizado y ahora no es más que una agradable anécdota que para mi, entonces, me resultó muy fuerte, como se dice ahora.
Del Teso de la silla, tengo almacenados tantos recuerdos que me pasaría horas y horas escribiendo sobre los avatares que me sucedieron cuando vivía en La Zarza. Resulta muy difícil expresar con palabras (por lo menos a mi) lo que yo siento hacia ese teso, porque, son tantos y tan bonitos los recuerdos acumulados durante los años de mi infancia y adolescencia que difícilmente podría detallarlos uno a uno por muy buna voluntad que pudiera poner.
Uno de los que más ha arraigado ha quedado en mi fuero interno, es el de haber cazado con el cepo una zorra que entraba a la viña saltando la pared de piedra por distintos lugares para comerse las uvas que con tanto cariño yo cuidaba. Opté por la estrategia de poner abundantes zarzas cortadas de los zarzales cercanos para tapar los espacios de la pared por los que saltaba, dejando solamente uno y rebajando un poco la pared en ese lugar, para que el cepo que la estaba esperando abajo donde a mi me parecía que caería al saltar, hiciera su trabajo. Así fue, y, aunque saltó varias veces sin caer en la trampa, por fin, un buen día cuando llegué por la mañana me encontré con la grata sorpresa para mi de que estaba cazada por el cepo, cogida por las dos patas de atrás y enseñándome los dientes con fiereza, arrastrando el cepo por el suelo e intentando cortarse la piel de las mismas (los huesos ya los tenía rotos por la acción del cepo) para poder huir de mi presencia como cosa lógica o atacarme si lo necesitaba para defenderse. No le dio tiempo; yo iba provisto de una tornadera y un zacho como medida de precaución, porque ya sabía a lo que me exponía y en casa me habían advertido reiteradamente del peligro que constituía un animal herido y acorralado, pues, con esa edad (a punto de cumplir trece años), tampoco estaba yo en condiciones de hacer ninguna hombrada; así que, después de ponerla fuera de combate a golpes con el zacho y clavada en la tornadera y el suelo, la llevé hasta casa y, al verme llegar, cuál no fue la sorpresa de mi abuela y mi tío Juan que estaban allí, que, mi abuela salió a la calle a contárselo a los vecinos y a todo el que se le ponía por delante que no daban crédito a lo que veían; cómo un niño de esa edad pudo cazar la zorra con esas artimañas y simples y elementales herramientas.
Debo decir, que el dedo meñique de la mano izquierda lo tengo un poco torcido en la primera falange de una de las veces que se me escapó el cepo al armarlo porque me faltaba fuerza para llegarlo hasta el final y necesitaba ayudarme con el mango del zacho y a veces con una piedra para conseguirlo y en un error de cálculo me cazó.
Guardo también muchos buenos recuerdos de los ratos que pasé en compañía de Serafín e Ignacio, hijos de Doroteo, que tenían una huerta cercana a la viña nuestra e intercambiábamos uvas por melocotones y otras frutas que ellos tenían en la huerta que ellos iban a cuidar algunos días y, unas veces me acercaba yo a la huerta (y aprovecha para beber agua fresca que la sacaban del pozo con una zanga (zangaburra o cigoñal) y otras iban ellos a la viña y pasábamos el rato, olvidándonos más de una vez de guardar o cuidar de aquello que nos habían encomendado hacer.
Un buen día, los tres hicimos una trastada, una autentica gamberrada (la mayor de mi vida) y de la que me he arrepentido miles de veces durante mi existencia; pero que, dada la edad que teníamos, Ignacio 10 años, Serafín 12 y yo 13, me sirve de pequeño consuelo ante tal desatino, a pesar de que he sentido vergüenza de ese comportamiento en múltiples ocasiones pero, como dice el refrán: a lo hecho pecho.
Hace un par de días, tomando juntos un café lo recordábamos y comentábamos Ignacio y yo, coincidiendo ambos en que a pesar del perjuicio causado, no fue más que una infantilada por parte de los tres que, vista desde la distancia y, como ya no tiene remedio ni entonces supimos valorarlo, nada se puede hacer más que lamentarlo y pedir disculpas, algo en lo que los tres estamos de acuerdo.
En una finca que tiene (o tenía entonces) el tío Olegario enfrente de la viña, al otro lado del camino, ese año la habían sembrado de sandías toda ella. No se nos ocurrió a los tres otra cosa que meternos dentro con la intención de encontrar una sandía madura que estuviese a punto para podérnosla comer en ese momento sin que nadie se enterara; fuimos probando dando golpecitos con la mano escuchando el sonido para ver si estaban a punto, pero como ninguno de los tres éramos expertos en la materia, no dábamos una en el clavo, y, se nos ocurrió la idea luminosa de capar la primera que se nos puso por delante para probar suerte, y como no la hubo, seguimos capando otras cuantas sandías más. Por lo que ahora recuerdo, destrozamos unas seis u ocho sandías, más o menos; y, aunque a nosotros, sin ninguna duda, no nos lo pareciera, ni tampoco lo supiéramos apreciar en aquel momento, es justo reconocer que cometimos una tropelía a la que no le encuentro justificación. Cualquiera se puede imaginar sin gran esfuerzo de la imaginación la poca gracia que le debió hacer al dueño del sandial cuando se percatara de que había perdido una parte de la cosecha de sandías de ese año, por culpa de unos niños irresponsables que se merecían una reprimenda y el consiguiente castigo.
No sé si el dueño llegó a enterarse quienes fueron los autores de semejante desaguisado, (supongo que no, aunque lo más probables es que se lo imaginaran) ya que al poco tiempo de ocurrir, yo marché del pueblo y no supe más del asunto, aunque me acordaba de ello muy frecuentemente con cierto temor y no menos remordimiento de conciencia.
He de decir que, jamás en mi vida he hecho nada parecido a ninguna edad, y que nadie más que yo sabe la vergüenza que el hecho me ha causado a lo largo de mi existencia y lo mucho que he sentido y sigo lamentando ese hecho insólito e injustificable por más vueltas que se le de; a pesar de que, con esa edad, y en aquellas circunstancias no se pueda ni se deba juzgar con más dureza de la que requiere el caso, si bien, no quiero justificarme ni pretendo escusarme de tan lamentable hecho acaecido en mi infancia del que me he arrepentido en infinidad de ocasiones, tantas como las que el recuerdo ha afluido a mi mente. Es por ello que, aunque sea sesenta años tarde (tiempo más que suficiente para que quede en el olvido) pido perdón a los descendientes del tío Olegario, aunque ellos, lo más probable es que no tengan conocimiento exacto del hecho acaecido en aquel entonces y que yo ahora lo cuento tal y como ocurrió; y, aunque no tenía por qué haberlo traído a colación, lo he querido hacer, porque considero que (dicho sea de paso), en este momento no es otra cosa que una anécdota de aquel tiempo que pudo ser indignante para el perjudicado, pero que hoy ya ha perdido la esencia, si somos medianamente razonables, dado el tiempo transcurrido y la edad de los autores.
Lo cuento ahora, porque es un recuerdo más de los muchos que tengo del Teso de la silla y su entorno, a pesar de que es un mal recuerdo, pero un recuerdo al fin y al cabo de los muchos que guardo en mi memoria de mi infancia zarceña, y, unos serán buenos y otros no, pero son mis recuerdos, y no siento ningún rubor porque sean conocidos por mis compueblanos a los que desde aquí les envío un cordial saludo.
4 comentarios:
Espero, amigo Luis, que tras el arrepentimiento mostrado por dicha fechoría, propia de la edad, al menos la confesaras a don Leopoldo, el párroco, para redimirte, como pecado venial que fue, porque eso ahora ya no es ni pecado, a tenor de lo que se llevan para su casa o a donde sea, los fervorosos católicos que nos gobiernan, por ejemplo.
La trastada, al fin y al cabo fue sobre una simple fruta. Peores eran las que se hacían de muy mal gusto sobre las personas (en general a otros chavales); recuerdo "los perros del batan", que consistía en coger a dos chavales, contra su voluntad, claro, y darle culapazos a lo bestia el uno contra el otro, aunque esto no supusiera desgracia alguna.
La historia de las sandias tal como la narras, lleva el aroma del Lazarillo de Tormes, y la de la zorra y tus uvas, más de lo mismo; una gozada. Es cierto que el Teso de la Silla, como lo sugiere el topónimo, es un lugar privilegiado, para sentarse y contemplar desde lo alto el paisaje y sobre todo los atardeceres de aquella época, con las vides refrescando el paisaje en verano, que hasta eso ha cambiado, y no para mejor, o al menos a mí me lo parece. Un abrazo.
Félix.
La publicación de tu relato ha coincidido con mi estancia en el pueblo y casualmente he tenido la oportunidad de mantener una agradable tertulia sobre el tema, esta misma tarde con Agapito del tio Olegario, en la también participó Celestino.
Nada más empezar a comentar el asunto de las sandias, a Agapito le vino a la memoria la fechoría, y parece ser que ya sabían quien había sido el principal autor, aunque nunca te comentaran nada.
Luego hemos hablado y recordado alegremente aquellos tiempos, así como otros sucesos parecidos que protagonizaban unos y otros por aquel entonces.
Este comentario correspondería hacerlo al propio Agapito, pero él me ha autorizado ya que me he visto en medio de la tertulia al ser yo quien se lo ha recordado.
Saludos cordiales.
(Paco
Nunca es tarde si la petición de perdón es sincera. Y la tuya (la vuestra) lo es.
Ya sabía yo, por conversaciones contigo, lo que el Teso de la Silla fue y es para ti y los muchos recuerdos que te evoca. Tu primera y gran atalaya, tu Everst desde el que dominabas el mundo, a tus pies; hasta divisabas el extranjero, tan cerca y tan lejos. Hay una foto tomada a media altura del teso en dirección a Portugal que puedes ver en la cascada de imágenes en el video de mi pregón donde se aprecia la hondonada del Duero y las tierras y pueblos portugueses a los que haces referencia. (La buscaré y te la envío por correo)
Muy bonitos, curiosos e interesantes y en momentos espeluznantes, tus recuerdos y vivencias en el, para ti mítico, Teso de La Silla.
Sigue, sigue, escarbando en tu memoria y sigue relatándonos los recuerdos y vivencias que afloren porque con ellos, muchos volvemos a revivir nuestra infancia recordando detalles y el ambiente de vida de aquellos años, que despiertas con tus relatos. ¡FANTÁSTICO!, Luis
Leídos los comentarios anteriores pienso que habrá que llevar impreso el arrepentimiento de vuestra fechoría a los familiares de los afectados. Y mira que si D. Leopoldo se distrajo en la completa absolución de vuestro "pecado" quedando incompleta y por lo tanto y en su momento, tengáis que hacer escala (espera) en el Purgatorio...
-Manolo-
Félix.
Veo que has entendido con realismo meridiano la fechoría que, siendo niños hicinos tres paisanos tuyos y ahora, cuabdo nos encontramos la recordamos aunque ya no es más que una simple anécdota que, como otras muchas, son típicas entre chavales de la época.
El comentario que, a propósito de la citada anécdota haces respecto al ( llamémoslo juego) de los "Perros del Batán", que, unos vienen y otros van te diré que, también ha acudido a mi mente en bastantes ocasiones recordándome los golpes que se recibían, las culadas con las asentaderas que, por cierto, sentaban bastante mal, (yo también los sufrí)con el dichoso juego cuando, con toda la energía de que disponían los impulsores, para su regocijo golpeaban los traseros uno contra el otro de los pobres sufridores que lo tenían que sopoprtar, mientras los que curioseaban se lo pasaban bomba y animaban a los autores. Los mayores.
Te dirré que, desde la atalaya del Teso de la Silla contemplando la belleza de los atardeceres zarceños, (únicos) fuí guardando en la hucha de los recuerdos todas aquellas vivencias que me han acompañado a lo largo de mi vida , y, entre otras muchas, han hecho que aumente el cariño y respeto que siento por la tierra que me vio nacer.
Paco.
La lectura de tu respuesta comentando mi (nuestra) peripeciauvenil en el pueblo, relacionada con las sandías, estuvo acompañada de una pícara y cómplice sonrisa hasta su final. No pude evitarlo
; me salió del alma.
Celebro que el tema te diera motivo para tertuliar con Agapito y Celestino, a los que desde aquí les envío un cordial saludo; y, que además, os diera pie a recordar otros gratos y lejanos sucesos y peripecias ocurridos en nuestra infancia. Siempre es agradable traer a la memoria esos inolvidables recuerdos de aquel entonces cuando hacíamos nuestro libre abeldrío, mientras éramos los niños más felices del planeta disfrutando de una infancia de la que, por desgracia, no pueden disponer en las mismas condiciones la mayoría de los niños de ahora
Manolo.
Los muchos y agradables recuerdosque tengo y espero seguir conservando de "El Teso de la Silla" son una parte importante de mi vida. Podría escribir un voluminoso libro al respecto de los años que estuve en el pueblo y están relacionados con esa prominencia.
Son mucho, pero muchos los buenos ratos que pasé allí, e inmensos los recuerdos acumulados (también de otros lugares) que, a lo largo de mi vida me han aflorado al pensamiento proporcionándomeuna grata sonrisa como me ocurrió al leer el reconfortante comentario de Paco.
Si no recuerdo mal, no le confesé a Don Leopoldo la fechoría que hicimos los tres mosqueteros en el sandial del tío Olegario. Éramos traviesos, pero no tontos.
Sería bueno que, también algún zarceño más, se animara a contar sus aventuras infantiles que guarda en secreto y se van a perder en la intimidad, vividas en el pueblo, incluido el responsable de la Web zarceña que, también era revoltosiollo el muchacho..
A los tres, muchas gracias por vuestro comentario y, un fuerte abrazo
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